El flopping es un término de moda en el baloncesto debido a la norma antiflopping que este año ha instaurado la NBA. Según ésta, se penaliza a aquellos jugadores que simulen contactos y faltas recibidas. Por ejemplo, si al impactar un jugador con otro en un lance habitual del juego, alguno de ellos teatraliza la colisión o simula una caída atribuible a un impacto mayor del real será penalizado.
El flopping no sólo existe en una cancha de basket sino en todas las parcelas de la vida. ¿Acaso no hemos sido todos en alguna ocasión floppers? Por mi parte, creo que la norma de la NBA es justa. Hay que sancionar a los “teatreros”. En la vida, soy de la misma opinión, a las personas que hacen un paripé hay que castigarlas con nuestra falta de atención.
Hay quienes dicen, y en parte coincido con ellos, que la necesidad que lleva a alguien a convertirse en actor es el deseo de atención. Los floppers de la vida sin duda la tienen. Les da igual ser centro de atención por algo bueno o algo malo. En cualquiera de los casos tan solo pretenden llevar al auditorio a su terreno. Si te cuentan un problema tratarán de hacerte creer que es el problema irresoluble más grave jamás contado. Si, por contra, relatan un éxito lo venderán como una épica historia en la que su audacia fue determinante para llegar a buen puerto.
El flopping vital es una droga. Quien consigue que no “le sancionen” por floppear estará tentado de repetirlo en cuanto tenga ocasión. Por eso, a veces tendrás la sensación de que hay personas que cada vez son menos sinceras, que cuanto más las conoces más “de carton piedra” parecen. Cada vez floppean más. Cada vez se tienen que inventar una alegría/desgracia nueva sobre la que vertebrar su discurso y seguir manteniendo las miradas de atención/lástima/envidia/alegría que les llenan el depósito de combustible para llegar al punto en el que se creen su propio personaje.
Personalmente, los floppers me aburren. Me parecen ridículos. Así son los floppers. Así hemos sido todos en algún momento.
